Esos fugaces momentos eran tan significantes para mí
como el sol que nacía en la mañana para los pájaros, pero aún así tenía ese
maldito sentimiento de que mi existencia fuera horrible, de ser tan repugnante
para mis padres, que no pudieran tan solo abrir la chapa de mi habitación para
verme.
Mi hermana siguió entrando diariamente a hacer las
labores en mi habitación, recordando dejar la silla bajo la ventana, recordando
detalladamente el día que yo la llevaba para observar el sol, los pájaros y la
gente tan apurada como siempre. Cada día que pasaba se convertía en una rutina
para mí despertaba esperando la llegada de Grete a mi habitación para luego
postrarme en la ventana un buen rato recordando así mi horrible existencia para
después pegarme a la puerta y escuchar las conversaciones que sostenía mi
familia durante la cena.
Maldita sea yo solo quería dejar ese repugnante cuerpo,
sentir mis manos, mis pies, las vertebras de mi espalda, volver a abrazar a mi
mamá. Todo esto era un tormento para mi existencia, solía observar a mi hermana
cuando veía la ventana, añorando acariciar su rostro.
Empecé a salir de debajo del sofá y a buscar un poco
de luz en mi ventana cuanto más pasaba el tiempo, más se hacía costumbre, pero
Grete no volvió, sólo me dejaba de comer y se marchaba, sentía mi corazón
inmensamente herido, quería marcharme y dejar de ser un estorbo, aunque en
realidad no podía dejar a mi familia, ellos no me lo permitirían. Poco a poco
empecé a sentir el desprecio de mis padres, mi madre entró con un gran esfuerzo
a mi habitación pero al verme se desplomó, no aguantó mi despreciable
apariencia. No sabía qué hacer me sentía tan herido y responsable.
Un día en mi rutina de ir a
la ventana, el cuadro de mi pintura favorita cayó sobre mi espalda hiriéndome y
causándome un profundo dolor, los días fueron testigo con su paso de cómo se
podría la herida y así un día quedé petrificado como roca, en el piso. Volví a sentir mis vertebras, la sangre
fluir por mi cuerpo, mientras el cálido sol rozaba mi rostro.
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